“Buenas tardes, me llamo Milinko Pantic”

Alfredo Pérez Berciano

El Atlético de Madrid había alcanzado el paraíso de la capital al merendarse al eterno rival de Concha Espina en aquella final inolvidable de 1992 en la que Futre y Schuster firmaron ante notario la gloria de Jesús Gil. Aquello solo fue un espejismo y la fama resultó efímera porque el equipo cayó en el abismo del drama que siempre trae el éxito. El todo casi siempre precede a la nada.

Todo cambió cuando el televisor escupió aquello de “Bienvenidos al camarote de los hermanos Marx, buenas tardes, me llamo Milinko Pantic”, que repetía una y otra vez el gran Andrés Montes cada vez que el serbio se disponía a sacar un córner. Aquel desconocido llegó al Calderón en silencio, con 29 años, desde el Panionios griego, entonces muchos gurús de pijama rojiblanco en los mentideros de barra dijeron que venía a firmar el ocaso de su carrera como si una ballena se acercara a morir varada en la orilla, esta vez del Manzanares. Pero no. 

Radomir Antic, en paz descanse, había dicho en un español sin preposiciones ni artículos que pagaría de su bolsillo el fichaje de Milinko si el club no lo hacía. La cosa prometía. Costó lo mismo que un piso de 100 metros cuadrados en la capital, así que cuando el tres de septiembre, contra la Real Sociedad debutó en liga metiendo un gol de falta directa desde cuarenta metros, la afición empezó a frotarse las manos.

Andaba de puntillas por el campo y cada balón parado suponía una liturgia de escalofríos para el rival. Tenía un golpeo seco y milimétrico y domaba el esférico como nadie. Milinko cayó en aquel Atlético de Madrid como el peón que consigue ser reina en el ajedrez. Con el número de los más grandes a la espalda, muy pronto convenció al respetable de que ese año pasarían cosas. Pedía constantemente el balón sin miedo y las jornadas fueron pasando con el serbio en las portadas de los periódicos. Era listo y estaba curtido en mil batallas, caminaba erguido como un gallo de corral y se sabía armado para finiquitar al rival con sus empeines.

Al final de aquella mágica temporada 1995/1996 su gol de cabeza, quién lo diría, en la final de copa del rey ante el F.C. Barcelona le dio un doblete mágico a los colchoneros que a día de hoy muy pocos olvidan. 

Desde entonces la fama de Milinko traspasó fronteras y el periodista José Antonio Guardiola, enviado especial a la Guerra de los Balcanes, recordó años después una anécdota increíble que demuestra la relevancia del serbio en el mundo. 

Aquel día volviendo a Pristina, la capital de Kosovo, el todoterreno del periodista se cruzó con dos civiles heridos en un tiroteo, sin pensárselo dos veces, los rescataron de una muerte segura para llevarlos a un hospital escondidos en el maletero. Pasaron el primer control de carretera sin problemas, pero en el segundo, los soldados serbios rodearon el coche y empezaron a buscarles las cosquillas. La tensión alcanzó cotas de película cuando les pidieron que abrieran el maletero. En ese momento a José Antonio Guardiola solo se le ocurrió gritar ¡Milinko Pantic!, el soldado se giró y exclamó, ¡Atlético de Madrid!. 

Aquella noche, bajo la luz de la luna, los dos esbozaron una sonrisa, uno más que el otro, claro. Y luego los segundos sudaron por la frente de Guardiola que escuchaba como el soldado ponía a parir a Pedja Mijatovic, ¡Madrid no, Pantic, sí!, decía constantemente, el caso es que se olvidó del maletero, le ofreció una copa de rakia y los dos brindaron en medio de aquel desierto de piedras y cascotes.

Así es Milinko Pantic, una sonrisa con piernas, uno de los artífices de que el Atlético de Madrid escribiera capítulos de gloria en el fútbol español.