Contentos estaban los aficionados del Deportivo al leer en la prensa y escuchar en Más Deporte que un tal Djalminha había fichado en la tarde del 12 de julio de 1997 por el club de Riazor. “Si establecemos una relación calidad precio y comparamos el fichaje de Djalminha con lo que le costó Juninho al Atlético [3.000 millones de pesetas], creo que le ganamos por goleada” declaró Lendoiro, presidente de aquel Superdepor de los 90 que tenía predilección por los futbolistas brasileños y que había invertido la friolera de 1.500 millones de perras por ese brasileño menudo que al que la ropa le quedaba grande.
Y es que Djalminha era un futbolista de esos que gustan a la afición, magia pura, elegancia y técnica sublime, aunque también un fuerte temperamento. Era un centrocampista ofensivo repleto de talento, un mediapuntita noventero de esos que cada vez que tocaban el balón hacían vibrar al aficionado, como si algo fuese a sacar el mago de la chistera, como si algo fuera de lo común estuviera a punto de suceder.
Hijo de Djalma Días, defensa férreo de Brasil en los 60, él adquirió unas cualidades totalmente opuestas a las de su padre. Se formó en el Flamengo, y debutó a principios de los 90 en el primer equipo. En 1993 salió a jugar al Guaraní y de allí pasó a la liga japonesa donde estuvo un breve periodo en las filas del Shimizu S-Pulse, antes de convertirse en el cerebro de uno de los mejores Palmeiras que se recuerdan. En aquel Dream Team brasileño coincidió con Cafú, Roberto Carlos, Rivaldo o Flavio Conceiçao. Un equipazo que Lendoiro quiso emular en La Coruña.
Una vez en Galicia, su colega Rivaldo fichó por el Barcelona, y siempre quedará ese “que hubiera pasado de coincidir Djalminha y Rivaldo en el Depor”, no obstante nuestro protagonista de hoy supo comandar al Deportivo hasta la conquista del título de Liga en la 99/2000, dejando para el recuerdo un partidazo contra el Real Madrid en el que realizó una lambretta (¿se dice así?) legendaria. Ganó también una Copa en el famoso Centenariazo, y se convirtió con sus regates imposibles, sus pases y su visión de juego, en ídolo de la afición blanquiazul.
No obstante, su fuerte temperamento y su inconformismo le hizo dar la nota alguna que otra vez, y se le fue la pinza en un entrenamiento en el que golpeó al bueno de Javo Irureta en la cabeza. Finalmente terminó su carrera en el Austria Viena y en el América de México, alejado ya de aquel futbolista de fantasía que tanto hizo disfrutar a Riazor.
Con la canarinha tan solo jugó 14 encuentros, y aunque le dio tiempo a ganar una Copa América, es difícil de explicar que Brasil prescindiese de un futbolista tan talentoso, sería que en los 90 los brasileños iban sobrados de jugones.
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