Pedro J. Lendínez
Si tu padre ronda más allá de los 50 años y es uno de aquellos futboleros que sigue disfrutando de la leña que repartía Caminero, es un atletista marcado de joven por el calor de una copa única, más aún si tu abuelo era uno de aquellos locos que no dudaba en recorrerse más de 294 km para ver a unos señores con bigote y melena pegarle patadas a un balón, y transmitirle más tarde la pasión más bonita que puede ser heredada a su nieto. Esta copa no es el Mundialito de Clubes, tampoco el Mundial de Clubes o Copa Europea-Sudamericana, esta copa es la Copa Intercontinental, con todas sus letras, con mucho más empaque, y cómo el Atlético de Madrid la levantó sin ser campeón de Europa, un hito solo a la altura del club rojiblanco.
Aunque toda esta historia se remonta un año antes, justo en la final de la Copa de Europa que disputarían Atlético de Madrid y Bayern de Münich en el año 1974. El conjunto bávaro mantenía en sus filas a toda una hornada de leyendas, Sepp Maier, Hoeness y Müller entre otros, muy lejos de los que defendían las franjas rojiblancas, aunque estos estaban liderados por el mejor entrenador de la historia de España, Luis Aragonés, que habría que verlo nombrando a Schwarzenbeck si ya definió a Schweinsteiger como “El rubio” en la final de 2008, aunque eran otros tiempos.
Así llegaron ambos conjuntos a la final, y en el verde ya se sabe que los nombres no sirven de nada. Por ello el Atlético de Madrid fue mejor, aunque no logró ponerse por delante en la final hasta el minuto 114’ de la prórroga con gol de falta directa de El sabio de Hortaleza, aunque ya sabemos cómo se las gasta “el pupas” del fútbol español, y a falta de 30 segundos el impronunciable Schwarzenbeck perforó la meta rojiblanca para empatar el encuentro y obligar a un segundo partido para el desempate, ya que los penaltis aún no hacían justicia.
Y fue en este segundo partido de desempate cuando el Bayern demostró de lo que estaba hecho, y no fueron más de cuatro por ninguno del Atleti los goles que subieron al marcador, dando por campeón de Europa al Bayern de Münich de Müller, Uli Hoeness y Beckenbauer.
Al año siguiente, a mediados de temporada, Vicente Calderón le daría las riendas del equipo a Luis Aragonés como entrenador del equipo, ya que la estabilidad del conjunto tras la final perdida se vio decaída al igual que la moral.
Por otra parte, el Bayern de Münich se debía enfrentar a ida y vuelta a Independiente por la Copa Intercontinental, club argentino famoso por su dureza en el campo de juego, y es que tal era el nivel de agresividad de los conjuntos latinoamericanos que en la final de la Intercontinental de 1969 en la que se enfrentaron Estudiantes frente al Milan, tres jugadores fueron encarcelados por orden del dictador Héctor Onganía por haber avergonzado a la nación con su conducta.
Por esta dureza el Ajax renunció a jugar la final del 71 y 73, y mismo camino tomó el Bayern, por lo que fue invitado el Atlético de Madrid, y donde Reina comentó al periodista Alfredo Relaño para un reportaje de El Pais: “¡Si nosotros casi teníamos más argentinos que ellos! ¿Qué íbamos a temer?”
Pues así, sin miedo, el Atlético de Madrid voló hacia Avellaneda para disputar la ida, encontrándose el calor argentino de 60.000 almas a favor de Independiente. Las patadas de López y Pavoni se sucedían con las de Heredia para terminar la contienda, nunca mejor dicho, con un único tanto a favor de Independiente, y la necesidad de remontar en el Vicente Calderón.
Con Pacheco titular y Francisco Aguilar por Domingo Benegas, el Atleti salía con todo para remontar el resultado de la ida, y vaya que si lo hicieron. Irureta para empatar en el 34, y el mítico Ayala y su melena que aún lo recuerdo estampado vestido de corto en la pared del Mesón Andaluz, le dieron el título al Atlético de Madrid, que por un pequeño instante dejó de ser “el pupas” para vivir el partido más grande de su historia.
La edición del año siguiente no se celebraría, al igual que algunas posteriores hasta que a partir de 1980 pasó a disputarse en Tokio, todo ello por el nivel de agresividad en el campo que los conjuntos americanos disponían sobre el juego, nada que no pudiera sobrepasar los buenos de Aragonés, Ayala, Irureta y la afición de un Vicente Calderón volcado.
Para mi abuelo y mi padre: Pedro Lendínez.

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