Sergi Aljilés
“Temps era temps, que vam sortir de l’ou, amb l’or a Moscú, la pau al coll, la flota al moll i la llengua al cul”
Joan Manuel Serrat
La expresión catalana temps era temps viene a ser en castellano érase una vez. Pues eso, érase una vez que había un club modesto, humilde, que llevaba solo 10 años, de sus 22 de vida, en primera división, y con una guerra de 3 años en medio. Nunca había ganado ningún título nacional, aunque había estado 2 veces en una final, las 2 veces en Barcelona, con derrota final. La propia fundación del equipo tenía ese fin, ganar la copa, era su propósito, ser campeón de España. Ese equipo era el València F.C., el Fé-Cé como se le conocía por el Turia.
La entidad había sobrevivido a la guerra gracias a sus hombres de club, Luis Colina y Eduardo Cubells, que hicieron una expropiación pactada con los trabajadores del club, poniéndose al servicio de la República incondicionalmente. Su nuevo presidente, Rodríguez Tortajada, teniente de alcalde de la ciudad, fue también el creador de las competiciones oficiales dentro de la zona republicana, como la liga del mediterráneo y la copa de la España libre, a la que llegó a la final, disputada en Sarrià, contra su vecino Levante FC.
Después de la guerra, de la represión (su presidente encarcelado y condenado), de amenazas de unificación con equipos militares (Recuperación de Levante), de Mestalla destrozado, los hombres del club, junto con el nuevo presidente Luis Casanova, se dedicaron a una labor de zapa callada, a crear un equipazo. Con los restos del equipo de la guerra (Juan Ramón, Amadeo, Asensi, Pio), algún fichaje acertado (Gorostiza, Epi, Eizaguirre) y descubrimientos como Mundo, crearon el equipo que iba a ser (junto a Athletic Club i FC Barcelona) el dominador del futbol español de la posguerra.
Y así llegamos al 29 de junio de 1941, día de la final de copa contra el Español de Barcelona, pero esta vez se jugaría en Madrid, en el estadio Chamartín, un estadio de arrabal, con vetustas gradas, con un aforo escaso de 10.000 espectadores. Y ahí llegaba el Fé-Cé, lanzado como un tiro, con una delantera, llamada eléctrica, endecasílaba, que maravillaba y amedrentaba a partes iguales: Epi, Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza. Todo un mantra. Y eso no era todo, un coloso en la defensa, un capitán sin brazalete (porque en aquella época aun no se estilaban), un vasco como la copa de un pino, Juan Ramón, que, como los Miguel Ángel o Rafael, no necesita usar apellido.
Para aislar al equipo ante la final (nada nuevo), los hombres del club decidieron alojar a los jugadores y al staff técnico en el monasterio del Escorial. Ese ambiente, silencioso y de recogimiento, ayudaría sin duda a templar ánimos. Porque había mucha hambre, de la real y la de títulos. Solo Gorostiza, ya vieja gloria, sabia lo que era “campeonar”, 4 copas ganó con los leones.
Imagino que llegar a Madrid desde València en el año 41 tenia que ser casi una aventura, en tren o en autobús, digna casi de Julio Verne. Pero aun así unos cuantos valencianos, los más pudientes, y algún hooligan de posguerra también, subieron a la meseta con la ilusión de llevarse una alegría en medio de tan tristes tiempos.
Pero, lo que ahora es impensable, no se quedó corta la odisea de los jugadores para llegar al estadio. Entre el Escorial y Chamartín hay unos 58 km, que con los autobuses y las carreteras de la época suponía una hora de viaje. Así que ahí están los jugadores, entrenador, masajista, etc. Unas 3 horas antes del partido esperando el autobús en la puerta. Pero el autobús no llega, los nervios, la tensión de alguno empieza ya a disparase, cigarros rápidos ante lo desconocido. Hay que llamar a Colina, el gerente, que ya está en el estadio. << ¿Llamar quieren?, inténtenlo, 3 de cada 5 veces esto no va>>, les dijeron en recepción. Pues hay que llegar sea como sea, eso estaba claro. Así que, bajo el sol castellano del mediodía, una caterva de hombres con la camisa abierta, chaqueta en mano y corbata en bolsillo, se fueron por la carretera andando buscando quien los llevara, a dedo.
Obviamente los coches no paraban, los pocos que pasaban en el 41. Además, los jugadores no eran conocidos, ni nada, a ver si eran maquis o algo. Nadie conoce a nadie en una dictadura. Cuando la desesperación ya era una realidad, ante la perspectiva de no poder presentarse al partido, y, por lo tanto, perder la final sin jugar, una furgoneta de las de aquella época, un amasijo de hojalata, con cuatro ruedas, y tirando humo se paró. Un hombre, txapela y puro colillero, se baja. <<Kaixo, Gorostiza. Zer egiten ari zara hemen inguaran?>> (Hola Gorostiza, ¿qué hace usted por aquí?)
Resultó ser un carpintero vasco, aficionado del Athletic Club, que había reconocido al viejo león, y que, viendo la situación, se ofreció a llevar, a todos, en su furgoneta, si le daban unas entradas para la final. En aquel equipo, mitad de vascos y mitad de valencianos, le prometieron entradas de palco, paellas en la Malvarrosa, merluzas a la vizcaína, y lo que hiciera falta.
Delante nuestro amigo, con los vascos, hablando entre ellos, compartiendo cigarros y algún trago de coñac, de sus verdes campas, del PNV en el exilio, y de amigos carlistas y gudaris que ya no volverían a ver. Detrás, como sardinas en lata, los valencianos, entre collons quina calor que fa, y arengas de ánimo. Tuvieron que parar varias veces para poder respirar, ellos y el motor, que, del sobrepeso, parecía que iba a morir, pero llegaron.
Colina, encerrado en el vestuario como león enjaulado, se le apareció la virgen cuando los vio entrar. Rápido se cambiaron y salieron al campo, saludito al taxi y copla a los del palco, y a ganar.
Porque lo hicieron, 3-1, con 2 goles de Mundo y otro de Amadeo. Un partido de puro futbol de verdad. Con un Español dominador, y un València encerrado y demoledor al contrataque y a balón parado. La prensa de Madrid contó que el València parecía cansado en la segunda mitad, nunca supieron el porqué. La copa que levantó Juan Ramón, entregada por Moscardó (el del Alcázar de Toledo), viajó a València, esta vez ya en autobús. El viaje, para los jugadores queda, para su descanso después del trabajo y el esfuerzo de esa primera final ganada de la que hoy se cumplen 80 años.
Ahora que ya todos se han ido, que solo son polvo y memoria, el título permanece. Por eso, cuando paséis por Mestalla, y si tenéis la oportunidad de entrar al palco, ahí están las copas del murciélago. Y tal vez, la que veáis más vieja y fea de aspecto, es la del 41. Miradla, y recordad el esfuerzo, el trabajo, la voluntad de llegar.
(Agradecido a Josep Lizondo que nos dio a conocer esta anécdota en su maravilloso libro Breve Manual para una Historia del València Fé-Cé).
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