El Tato Abadía

Alfredo Pérez

El Tato Abadía tenía bigote. Un bigote poblado y estético a lo Groucho Marx, que hacía de él cualquier cosa menos un futbolista. Cuando uno lo veía en el verde, vestido de corto, no sabía si José Luis López Vázquez estaba grabando su próxima película allí. Futbolistas que son cromos de un álbum eterno. Personas que nacen con treinta años a la espalda. 

En estos tiempos convulsos de injertos capilares y estética posmodernista estrujar la memoria para hablar del Tato Abadía me hace esbozar una sonrisa casi perenne. 

Pocos jugadores ha habido en la liga española con la identidad y el carisma que el centrocampista nacido en Lleida aunque criado en Binéfar, Huesca, desprendió en los 80 y 90. Muy pocos futbolistas son capaces de representar el otro fútbol, el de barro y réflex, el de la gloria del súbdito, del escudero. El fútbol del transistor gritando “gol en Las Gaunas”, de los elegidos para la religión del mediocampismo, la misma que profesaban Pizo Gómez o Bustingorri. Jugadores que tocaban el tambor para que en la orquesta sonara mejor el violín de los de arriba. Artesanos de un fútbol verdadero, hechos a imagen y semejanza de equipos medianos que llevaron a lo más alto, como hizo el Tato con su querido “Logroñés”. Jugadores a los que el salto a un grande les vino mal porque la verdadera felicidad no entiende de dinero. 

Ahora ya casi nadie se acuerda de que Javier Clemente ordenó en 1989 que el Atlético de Madrid reclutara a filas en el Calderón a Agustín Abadía. Testosterona y pico y pala, porque sin sudor no hay premio. “Once como él, necesito”, llegó a decir el de Barakaldo. Pero el Tato llegó a la capital y no fue feliz. Las portadas de los periódicos no estaban hechas para él así que decidió volver a Logroño. Tres años después, otro equipo de su inconfundible fútbol le hizo cambiar de aires. Aterrizó en Compostela y siguió dando muestras del pundonor que le caracterizaba. En su primera temporada en Galicia, contra el Betis, Hristo Vidakovic otro que no se andaba con muchas bromas le dejó un recado en el tobillo que hizo temer una lesión importante. El Tato se levantó cojeando y declinó salir del campo. Su figura se fue agrandando en el partido, marcó el gol del triunfo y salió ovacionado por la grada de san Lázaro. En el vestuario los médicos comprobaron que había jugado casi todo el partido con un hueso roto. Ese era el Tato Abadía. Un jugador que declaró en más de una ocasión que sabía que para la gente sería una persona difícil de olvidar por su fisionomía pero que como jugador no sería recordado por nada más. Y por supuesto no le importaba.

Hoy en día los futbolistas estiran los ecos de su profesión como entrenadores, directores deportivos, empresarios o incluso presidentes. El Tato Abadía quiso ayudar a su Logroñés como entrenador, pero cuando se cansó decidió abrir una tienda de quesos. Un futbolista de época.