F. Xavier RM
Mi primer partido en nuestro campo fue una decepción. Yo, en mi inocencia infantil, imaginaba que el estadio del Gandia había de ser como los grandes recintos que había descubierto unos meses antes por televisión, durante el Mundial España 82. Aquel domingo del mes de Marzo de 1983 jugábamos ante el Mestalla, grupo 6 de Tercera División. Nuestro estadio, sin duda, estaba lejos de ser el Santiago Bernabéu.
El campo estaba a las afueras de Gandia, en una zona donde proliferaban talleres de vehículos, almacenes y alguna fábrica, algo así como un polígono industrial cuando en Gandia no existían los polígonos industriales. El lugar, pese a estar a solo 15 minutos andando desde mi casa, me resultaba remoto, extraño, inhóspito, lo que no podía ser de otra forma para un niño de 10 años que apenas había salido del centro histórico. Tras uno de aquellos almacenes, el de Aceites La Masía, descendías una leve pendiente y allí estaba, junto al lecho del Río Serpis, nuestro campo: el estadio Guillermo Olagüe.
El campo estaba rodeado en sus tres cuartas partes por cinco filas de gradas de cemento. En el cuarto restante, la tribuna, situada encima de los vestuarios, donde había diez filas de gradas. La tribuna disponía de una visera considerada muy moderna en su época (fue inaugurado en 1968) y contaba con unos palcos en los que lucían butacas como las de los cines. El resto de localidades, sin embargo eran de duro y frío cemento, lo que hacía aconsejable el alquiler de almohadillas para paliar la rudeza del asiento. Cuando el partido no había ido bien el público expresaba su descontento y las almohadillas surcaban el aire dibujando una curiosa parábola hasta estrellarse en el césped. Si algún espectador afinaba la puntería y las almohadillas impactaban en el colegiado, existía la probabilidad de que nos cerraran el campo.
Tras el fondo sur se encontraba el “Camp B” , un campo de fútbol más propio de la segunda división de la liga de Burkina Faso. Allí jugaban los equipos de las categorías inferiores y algunos equipos de la Liga de Empresas de la comarca. Era uno de aquellos campos de tierra y piedras que tanto proliferaban en tiempos en que el césped artificial era cosa de ciencia ficción y el fútbol amateur una actividad más bien de riesgo.
Detrás del fondo norte se encontraba una piscina que, al ser descubierta, yacía inútil y descuidada casi todo el año excepto en los meses de verano en que servía de esparcimiento para aquellos gandienses que no podían veranear en la playa.
Frente a la tribuna había un descampado polvoriento que hacía las funciones de párquing. En los partidos importantes el sitio se llenaba de vehículos que acababan estacionados de las formas más inverosímiles posibles. Era habitual, durante los partidos, escuchar por megafonía la voz amenazante del speaker: “Atención, atención, se ruega al propietario del Seat Málaga con matrícula V-3467-BW retire el vehículo pues está obstaculizando…” Cuando en la tribuna alguien se levantaba precipitadamente y desaparecía por el vomitorio sabíamos quién había sido el infractor.
La grada de preferente, frente a la tribuna, daba la espalda al lecho del río. El río Serpis nace en la Serra de Mariola para desembocar en el Mediterráneo, hermanando en su serpenteante recorrido (de ahí su nombre) a las ciudades de Alcoi y Gandia. Espectador involuntario de los partidos del Gandia desde la inauguración del estadio, el río Serpis sueña nostálgico con recuperar el cauce abundante que seguramente luciera en siglos precedentes y que sólo recupera en los momentos en que la lluvia cae con brutalidad en el Mediterráneo. En algunos partidos, en los días en que el río bajaba caudaloso, se podía escuchar desde la grada de preferente el murmullo incesante y fascinante del agua descendiendo en dirección al Mar.
La infancia es una etapa decisiva, determinante, transcendental para un aficionado al fútbol. Es el momento en que hay que elegir equipo. Una decisión que en la gran mayoría de casos se convierte en irrevocable. Efectivamente, se puede cambiar de novia, se puede cambiar de partido político, pero nunca, nunca se puede cambiar de equipo. Pude haber sido de los de siempre; del Barcelona, del Real Madrid, del Valencia o de aquellos admirables equipos vascos que, con jugadores exclusivamente de su cantera ( y además todos vascos) ganaron 4 ligas en los primeros años de la década de los 80. Un hecho tan extraordinario que, en la realidad del fútbol actual, parece que nunca hubiera podido suceder (pero sucedió). Pude haber sido de todos estos equipos pero aquel Gandia-Mestalla, aquel clásico de la Tercera valenciana en un pequeño estadio junto a un río seco, aquel partido abundante en patadas y escaso en juego que finalizó con empate sin goles, se convirtió en un momento de trascendencia vital. Ese día decidí que, en su camiseta, mi equipo luciría los colores blanco y azul. Mi equipo llevaría el nombre de mi ciudad. Mi equipo sería, por siempre, el Club de Fútbol Gandia.

La Radio, sin duda, contribuyó en gran medida a forjar mi devoción. Los domingos por la tarde, en invierno, sentado en la cama de mi habitación, aterido de frío en un piso donde la humedad del Mediterráneo se colaba implacable por entre ventanas que parecían de cartón, escuchaba el Carrusel Deportivo en un voluminoso Radio Cassette Pioneer que había traído mi hermano de Canarias. Radio Gandia interrumpía el Carrusel para realizar conexiones con los partidos del Gandia en los que se filtraba, entre el sonido neblinoso de las conexiones precarias de aquella época, la voz siempre elegante, nítida, el comentario siempre preciso, acertado, del gran Miguel Ángel Picornell, jefe de Deportes de Radio Gandia y narrador inolvidable de los partidos de nuestro equipo. Yo escuchaba a Miguel Ángel Picornell en mi habitación e imaginaba cómo serían el estadio de La Magdalena de Novelda, El Madrigal de Villareal, La Solana de Villena, el Sequiol de Vinaròs, La Murta de Xàtiva o el San Fernando de Borriana. Lugares cercanos, pero al tiempo tan lejanos, casi extraterrestres, para un niño cuyo mundo, de tan pequeño, era casi de miniatura.
El 15 de Junio de 1986 quedó grabado a hierro y fuego en la historia blanquiazul. Ese día el Gandia recibía al Maspalomas y una victoria por dos o más goles significaba el ascenso de categoría tras casi 30 temporadas militando en la Tercera Division. La temporada 1985/1986 fue perfecta. En la liga regular el Gandia consiguió la segunda posicion que daba acceso a la promoción, solo por detrás del todopoderoso UD Alzira, que fue campeón. En la primera eliminatoria por el ascenso nos tocó enfrentarnos a los asturianos de La Unión Popular de Langreo, precioso nombre para un aguerrido equipo que vendió cara su derrota (3-1 en casa para el Gandia y 1-0 para los asturianos en La Felguera). En el siguiente y decisivo emparejamiento la suerte quiso medirnos a un equipo de nombre tan exótico como desconocido: el Club Deportivo Maspalomas canario. En la ida disputada en Gran Canaria los blanquiazules arrancaron una derrota exigua (1-0) que dejaba en el aire el ascenso para la vuelta en el Guillermo Olagüe.
Aquella tarde soleada, resplandeciente, en que la primavera de 1986 daba sus últimos coletazos, la ciudad se engalanó para vivir por fin el ascenso soñado de categoría. El ambiente que se respiraba en la calle era de remontada y nada más que eso había de suceder por la tarde en nuestro estadio. El Guillermo Olagüe presentaba un lleno histórico y 6000 espectadores venidos desde toda la comarca de La Safor convertían nuestro campo en una caldera que bullía de excitación. Y así fue, el Gandia, jaleado por un público completamente entregado, sobrepasó sin misericordia a un sufrido Maspalomas que apenas pudo ofrecer resistencia. Al descanso el resultado era ya un elocuente 3-0. Mediada la segunda parte y con el ascenso asegurado y un inapelable 5-0 luciendo, junto al rótulo de Coca Cola, en el marcador, la afición se levantó de sus asientos para celebrar el ascenso por anticipado al grito de Franco! Franco! Franco!… No, nuestra hinchada (por suerte) no estaba reinvidicando, movida por la euforia del momento, la figura del dictador. En realidad estaba reconociendo la labor de nuestro delantero Franco Borràs Pellicer, Franco, natural de Bellreguard, que había sido sustituido tras conseguir 3 goles. El Gandia abandonaba la Tercera División para ingresar en una nueva y potente Segunda B de solo 22 equipos. Por fin, la última estrofa de nuestro himno (no era un gran himno pero, que diablos, era nuestro himno) resultaba profética: “A Segunda División, Alirón, Alirón el Gandia campeón”.
Los domingos en que jugábamos en casa, ya en Segunda B, eran el mejor día de la semana. Después de comer, mi padre y yo bajábamos a la calle y nos dirigíamos al estadio. El eco de nuestros pasos resonaba en las calles silenciosas de un domingo por la tarde en el Centro Histórico de Gandia. Y entonces, mi padre, comenzaba con su rosario habitual de protestas: “El Diumenge que ve no pense anar” , “son molt roïns”, ” passe molt de fred” (“el Domingo que viene no pienso ir”, “son muy malos”, “paso mucho frío”)…mi padre, cuya devoción blanquiazul era más bien quebrantable, prefería quedarse en casa cerca de la estufa catalítica mientras sesteaba viendo la película de sobremesa en la televisión. Pero, yo sabía que 15 días después volvería a acompañarme al fútbol. Cuando llegábamos al estadio, ya sentados en la tribuna, aspiraba con fuerza el magnífico olor a tabaco puro que impregnaba el ambiente y con el hormigueo de la emoción recorriendo mi estómago esperábamos la salida de los equipos. En primer lugar saltaba sobre el terreno de juego el equipo visitante, el rival, el enemigo, “els atres“, esos desconocidos que no tenían la fortuna de vestir nuestros colores. A continuación, mientras resonaban por la megafonía los primeros acordes de nuestro himno, surgían desde el túnel de vestuarios los de la camiseta blanca y azul a rayas verticales, los del escudo coronado por el castillo de Bayrén a la altura del corazón (no podía ser de otra forma), los Pomar, Basauri, Franco, Sanmartín, Guijarro…eran los de casa, el Club de Fútbol Gandia: “els nostres“.
Ganar. Esa era la gran cuestión cada domingo. “Ganar no es lo más importante, es lo único importante” es la frase que, para el verdadero aficionado, para el fanático incondicional, para el hincha irreductible, mejor define ser de un equipo. Nada más que la victoria puede dar a un verdadero seguidor la satisfacción, la felicidad, el bienestar. Cuando ganábamos recuerdo el regreso a casa, exultante de alegría, con las manos enrojecidas y doloridas de aplaudir al compás de la canción de El Tío de la Porra, el himno que surgía espontáneo entre el público en los buenos partidos: “Pam, Pam, Pam, Pam, Pam, Pám!!! Pam, Pam, Pam, Pam, Pam, Pám!!! “
Ganar era la anestesia más efectiva para afrontar, al día siguiente, el comienzo de una nueva semana, gris y anodina, que consistía básicamente en arrastrar los libros en dirección al Instituto. La derrota, ¡ay! la derrota, contribuía definitivamente a teñir de negro el gris de un Lunes a las 8 de la mañana con el sonido implacable y fatídico del despertador resonando. Mientras me vestía, pensando en el partido del día anterior, soñaba con ser futbolista del Gandia y no tener nunca que madrugar.
La edad de oro del Gandia en Segunda B duró 6 temporadas. Tras varios intentos frustrados por conseguir el ascenso a Segunda A, la temporada 1991/92 se presentaba complicada. El cambio en la presidencia y los problemas económicos obligaban a confeccionar una plantilla modesta que desde el principio dio muestras de ofrecer escasas garantías. Miguel Ángel Picornell había ingresado en los noventa en Canal 9, la Televisión Valenciana, y su voz ya no resonaba en las ondas durante los partidos del Gandia.La temporada fue errática desde el principio y en la primavera todo parecía perdido. Pero fue entonces, con la palabra descenso planeando sobre el horizonte como anunciando un desenlace inevitable, cuando se produjo una inesperada reacción; el equipo sumó tres victorias consecutivas (Torrevieja, Alzira y Oliva) y llegó a la última jornada dependiendo de sí mismo. El Gandia jugaba en Villareal y un empate le servía para conseguir la salvación. Los locales, que ya habían conseguido la clasificación para la promoción de ascenso, no se jugaban nada. Sin embargo, el Villareal, muy superior, acabó arrollando a nuestro desconcertado equipo. 4-0 fue el resultado final. Quedaba todavía una posibilidad. El Alzira, ya descendido, recibía al Valdepeñas. Si el Alzira empataba o ganaba el Gandia se salvaba y el equipo Manchego descendía a Tercera. Pero el equipo alzireño, nuestro vecino y viejo rival, que había debutado en Segunda B la misma temporada que nosotros, no puso demasiado empeño en evitar nuestro descenso y optó por naufragar en compañía: 0-2 venció el Valdepeñas. El Gandia, encuadrado en el Grupo 3, finalizó en la posición 16 (quinto por la cola) en una liga de 20 equipos. El reglamento establecía el descenso de los cuatro últimos clasificados así como del decimosexto con menor puntuacion de los 4 grupos que componían la Segunda B. Con 30 puntos el Gandia tenía la peor puntuación y no podía esquivar el pasaporte de retorno a la Tercera División. Un puesto por delante en la clasificación de decimosextos, con 33 puntos y representando al grupo cuarto, quedó otro viejo conocido, un equipo canario que sí consiguió la permanencia: el Club Deportivo Maspalomas.
Aquella tarde del 24 de Mayo de 1992, mientras escuchaba la radio y los acontecimientos se precipitaban en Villareal y en Alzira, sentí como si un vendaval me hubiera atravesado por dentro y, una vez consumado el descenso, hubiera dejado tras de sí en mi alma el vacío, la nada, la ausencia, el silencio… Aquel día volvimos a Tercera División y comprendí que, consumida mi infancia y mi adolescencia y desaparecido el fútbol que amamos en los 80, ya nada sería igual.
Hoy el Club de Fútbol Gandia, que celebra su 75 aniversario, trata de recuperar el prestigio perdido en el mismo escenario, el estadio Guillermo Olagüe, que con alguna mano de pintura y un entorno renovado (el párquing fue asfaltado hace muchos años y las plazas de aparcamiento están perfectamente delimitadas) sigue prácticamente igual que hace 40 años. Junto a él sigue donde siempre el río Serpis; impasible, imperturbable, vecino fiel, compañero infatigable, espectador de lujo y espectador eterno.

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