¡Hazte con todos!

Nacho Bonell

A finales de los años 90 la infancia se vivía de manera muy distinta a la actual: Internet apenas acababa de aterrizar y muchos hogares aún no disponían de conexión a la red global, los móviles sólo servían para llamar y recibir llamadas, y no había más que un ordenador en cada casa, reservado por lo general a los padres, y sólo puntualmente utilizado por los hijos. Sin embargo, si hay algo que parece no haber cambiado con el tiempo, es la pasión con la que los niños viven el futbol a lo largo de su infancia. Ése era mi caso, y por entonces pocas cosas pasaban por mi cabeza que no estuvieran relacionadas con el deporte rey. Sin el abrumador e infinito acceso informativo sobre equipos y jugadores de todas las ligas del planeta que existe hoy en día, pocas eran las herramientas que teníamos a nuestra disposición los niños de la época para enriquecer nuestros conocimientos balompédicos. La más popular de todas era probablemente los álbumes de cromos de la liga, que constituían no sólo un entretenido pasatiempos sino también una accesible y valiosa fuente de información. 

Por ello, desde bien pequeño me acostumbré a la entrañable costumbre anual de realizar mi propia colección. En casa, mis padres siempre incentivaron y me apoyaron en mis proyectos cromísticos, pues sospecho que para ellos suponía también la oportunidad de crear un vínculo con su hijo, especialmente en el caso de mi padre, y de paso enseñarme ciertos valores éticos relacionados con la posesión de bienes materiales. Al fin y al cabo, era su dinero el que compraba mis cromos. 

Adquiríamos el álbum en plenas vacaciones de agosto y lo ojeábamos juntos, con el espacio para los 16 o 17 jugadores de cada equipo todavía vacío, esperando a ser rellenado a medida que los cromos estuvieran en nuestra posesión. También nos distraíamos de vez en cuando leyendo las estadísticas de cada club: ¿Sabías que el Betis ganó una Liga? ¿Cómo se llama y qué aforo tiene el campo del Tenerife? ¿Cuántas copas del rey ha ganado el Zaragoza?  Seguramente preventivos ante la habitual tendencia de desarrollo de un cierto egocentrismo materialista en los hijos únicos, mis padres me educaron siempre en la moderación, y si bien nunca me faltó de nada, tampoco me permitían grandes ostentaciones materiales. Es por ello que me compraban un sobre de cromos por semana. Quizás dos, si me portaba bien. Quizás ninguno, si me portaba mal. Caminante, se hace camino al andar, decía Machado. Y yo, pese a que jamás hubiera podido comprender dicha frase a tan temprana edad, me beneficiaba de su significado: Alargaba durante meses un disfrute que, de haber dejado a mi avariciosa voluntad infantil, habría sido soliviantado antes siquiera de empezar la liga.

Así pues, cada sábado por la mañana mi padre me daba 200 pesetas, me enviaba al quiosco de la esquina a por La Vanguardia, y con el cambio me permitía comprar un sobre. Yo le traía la prensa corriendo, no precisamente porque me interesara su opinión respecto la posible incorporación de Croacia y Bulgaria a la Unión Europea, sino obviamente para poder descubrir juntos los cromos recién adquiridos. Ese momento se convirtió para mí en una especie de rito sagrado, en el que me invadía una mezcla de excitación y nerviosismo esperando ver qué suerte nos había deparado esa vez el destino. ¿Nos tocarían los cromos que aún no teníamos en nuestro haber? 

En caso que así fuera, los enganchaba con el máximo de mis cuidados, procurando que quedara bien encuadrado, si bien las dotes plásticas nunca fueron mi punto fuerte, por lo que habitualmente quedaban medio salidos o medio arrugados. Si por contra salían aquellos que ya poseíamos, pasaban directamente a la caja de zapatos dónde guardaba todos los “repes”, bien para crear en otro momento mis propias ficciones futbolísticas, bien para intercambiarlos en un futuro por los que aún me faltaran. Analizábamos cuan cerca estábamos de conseguir completar un equipo, y cuáles eran los jugadores que nos privaban de ello. Otra habitual distracción era observar la imagen de cada cromo. Siempre nos gustaron las colecciones que seleccionaban bonitas imágenes del jugador en plena acción. Y si la foto valía la pena, la observábamos un buen rato, admirando la cualidad técnica del movimiento, la precisión quirúrgica de la acción defensiva, o jugando a adivinar la situación de la jugada y el papel del jugador en ella.

A medida que pasaban las semanas e íbamos rellenando el álbum, cada vez resultaba más complicado encontrar el cromo que aún faltaba. Sin embargo, yo no desistía en mi empeño, y era entonces cuando pasaba a emplear la clásica pero efectiva táctica del trueque con mis amigos y compañeros de clase. Habitualmente, antes de realizar la transacción de compra-venta, intercambiábamos información: ¿Quién te falta? ¿Quieres a De Pedro? ¿Tienes a Gustavo López?… Tampoco faltaba el típico repaso rápido a todos los cromos del mazo, en los que su poseedor iba pasando uno a uno los jugadores, y el resto de observadores manifestábamos nuestra opinión enunciando “tengi” para los que ya poseíamos, y “falti” para los que nos mancaban. Tras este sondeo inicial, y establecidos unos primeros preacuerdos, procedíamos a materializar unas negociaciones que muchos se sorprenderían de lo arduas que, en ocasiones, podían llegar a ser.

A veces, el trueque apalabrado el día anterior se iba al garete cuando nuestro compañero nos decía que ya no estaba interesado en comprarnos a Esnáider porque le tocó ayer, por lo que si queríamos a Kovacevic, debíamos empezar la negociación de cero. Había que ser listo y tener buen olfato para obtener el mejor acuerdo, pues si se notaba que andábamos desesperados por obtener a Mostovoi, y así completar el Celta, nuestro negociante ponía su precio por las nubes, demandando a cambio varios cromos, algunas canicas, y probablemente el bocadillo del almuerzo.  Esta estrategia solía darme un resultado considerablemente bueno, y me permitía rellenar casi al completo la colección. Aun así, siempre había algún maldito cromo que parecía haber sido suprimido de la faz de la tierra, por lo que mi padre, ya con la mosca tras la oreja por el continuo dispendio en sobres que no traían más que cromos “repes”, decidía llevarme un domingo por la mañana al antiguo Mercat de Sant Antoni, con el objetivo de conseguir al preciado futbolista que me permitiera cerrar la colección. 

El mercado bullía en frenética actividad el fin de semana, no sólo en su interior sino especialmente en las aceras exteriores, llenas de paraditas dónde podías obtener a precio de ganga un cómic garabateado de Mortadelo y Filemón, unas bragas de supuesta lencería francesa, o una caja de Ducados “importados” de Andorra. Era en las calles colindantes dónde encontrabas a los tipos que vendían cromos, fácilmente identificables por su aspecto: Hombre, de entre 40 y 50 años, de aspecto algo descuidado, riñonera en cintura, cigarrito en mano, palillo entre los dientes, olor a colonia barata y aroma bucal de carajillo. Puede que su imagen distara mucho de la del tiburón de los negocios, pero conocían bien el business y siempre sabían cómo obtener un trato ventajoso para sus intereses. Lo importante para mí es que, soltando mi padre algunas pelas de más, al final siempre llegábamos a un acuerdo para adquirir el deseado cromo, engancharlo en su lugar, y por fin, un año más, completar la colección. Y así hasta el siguiente agosto. 

Una bonita tradición que no sólo me permitió infinitas horas de disfrute, sino que también me transmitió un importante mensaje sobre la importancia de relativizar la posesión de bienes materiales, adquirir el sano hábito de la moderación en el consumo, y aprender a valorar no únicamente el resultado final, sino, sobre todo, el camino a recorrer.