Alfredo Pérez Berciano
Fue hace justo veinte años y unos días. El 1 de marzo de 1981. Ahora la memoria se acuerda de ello como una condena en el penal de los recuerdos. Aquel día, tres tipos secuestraban a punta de pistola a Enrique Castro Quini, el nueve del FC Barcelona, que iba a buscar a su mujer al Aeropuerto del Prat.
El delantero, que acariciaba la gloria recién llegado el año antes desde su querido Gijón, había firmado el contrato de su vida y copaba portadas de periódicos cuando el destino se cruzó en su vida.
Bonachón como pocos, de sonrisa perenne e infinita, se convertía en un killer del área cuando el silbato indicaba el inicio de las hostilidades. Era un nueve voraz al primer toque, incansable, acrobático y con un salto de cabeza descomunal.
Aquel 1 de marzo, su desaparición dejó al país rebozado en un drama insólito, difícil de imaginar. Como si hoy en día borran del mapa a Messi o a Cristiano. Justo el domingo siguiente, el FC Barcelona visitaba al líder, el Atlético de Madrid. En aquel partido, por supuesto, no fue capaz de rascar ni un punto, a la semana siguiente volvió a perder 0-2 con el Salamanca. La plantilla estaba destrozada y anímicamente, la ausencia de su delantero centro y buque insignia, había sido un palo tremendo para los jugadores. La incertidumbre flotaba en cada hora esperando una llamada que anunciara la liberación.
Después de un secuestro Kafkiano, de policía y teléfonos ardiendo, de un garaje minúsculo, de bocadillos, fronteras de países y depósitos en bancos suizos, más de cinco mil aficionados recibieron al asturiano de vuelta a casa al son de Asturias patria querida. Ese día Quini, con una barba poblada y descuidada volvió a nacer. Muchos dicen que nunca volvió a ser el mismo. El año siguiente, en 1982, consiguió el último de sus cinco trofeos pichichi en primera división. El episodio le marcó de por vida. Decidió volver a su Sporting de Gijón del alma como una ballena que quiere morir varada en su orilla.
Siempre será recordado en Gijón como un Dios del fútbol, campechano y simpático, una persona fascinante a quien los aficionados veneraban. Con los años se supo que había renunciado a la multa que el juez había impuesto a sus secuestradores, incluso se reunió con uno de ellos diez años después. Así era Quini. Un hombre bueno. Un nueve mayúsculo, incansable, amigo del balón. Quinocho, el “Brujo”.
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