Sergi Aljilés
“Cuando el sol se apagó, el show comenzó, todos fueron allí para verlo…no hay piedad para los condenados”
No hay piedad para los condenados-Santa
El 17 de junio de hace 20 años el València estaba hundido. Hacia casi un mes que se había perdido la segunda final de Copa de Europa de forma consecutiva y, para más inri, la clasificación para la siguiente edición de la máxima competición continental pendía de un hilo. La problemática del último partido, en el Camp Nou, estaba clara, si puntuabas como mínimo te clasificabas, lo único que no valía era perder.
Era un partido de necesidades, la nuestra, después de perder de aquella forma la final, los penaltis, el bajón de autoestima que vivía el equipo, las necesidades económicas, el prestigio, y las del Barça, temporadas muy malas, sin llegar a los títulos acostumbrados por la parroquia culer, peligrando su clasificación para la Champions (obligatoria en Can Barça) , y como no, las ansias de revancha con los xes, que les habían ganado en los últimos años, cuartos de final de Copa, Supercopa de España (en su centenario y en su casa) y semifinales de copa de Europa, amén de sonrojantes goleadas de un argentino cordobés con el 7 a la espalda que amargó la vida a Van Gaal y a la culerada en general.
Recuerdo haber mirado los precios de las entradas para irme para allá, a ver Barcelona y a sufrir en ese palomar que tienen la indecencia de ofrecer al aficionado rival. Imposible pagar los precios abusivos que pedían, y menos para un estudiante de 20 años en aquel momento. Televisión y a patir. Además, que el Camp Nou me parece un campo horrible para el hincha, no tiene la esencia de recintos “ingleses” como San Mamés (nuevo y viejo), Atotxa, Sarrià, el propio Mestalla, o como me contó mi iaia que eran Les Corts. Lo dicho, ultra cómodo, pero sin alma, lleno de turistas más preocupadas de su flash, que de la bufanda. En mis varias visitas anteriores y posteriores siempre pensé, no tiene acústica esto.
Pero ese día, por la tele al menos, no vi turistas, vi culers con ganas de fútbol y desbordantes de pasión blaugrana. Ambientazo. Y los decibelios subieron de tono cuando, la estrella de su equipo, un brasileño comprado a golpe de talonario, Rivaldo, metió un golazo a Cañizares de falta directa, más de 30 metros. Mala pinta tiene esto.
Pero teníamos equipo, alma. Los murciélagos, ese día camiseta azul y pantalón blanco, empezaron a volar comandados por dos chicos que parecía que habían nacido para ser pareja, Albelda y Baraja. No estaba el Piojo, pero el Kily también ponía nerviosa a la grada. Y en un córner, Baraja se zafó de un jovencísimo Puyol, y empató de cabezazo desde el punto de penal. Era la hora de la segunda cerveza y el enésimo cigarro.
La tensión era latente entre los dos equipos, en los que ninguno de los jugadores huyó de la porfía, del choque, incluso un crepuscular Guardiola, que seguía dando clases magistrales desde el medio centro. En esas llegamos al descanso, y yo ya estaba con lo de podría pitar ya el final.
Y no me equivocaba, porque Rivaldo estaba que se salía. Nada más comenzar la segunda parte, trallazo desde fuera del área y para dentro. Cañizares no se lo creía, hoy tampoco era día para su show de coger el balón dentro de la portería y liarla con los rivales. Ni Rivaldo llevaba dos camisetas para tirarla a la grada.
Pero aun nos quedaba fuerza, y el equipo no se arrugó, como así demostró Baraja, otra vez de cabeza, en plancha, empatando el partido gracias a un gran centro de Fabio Aurelio. Enésima cerveza, y ya no queda tabaco, y si mucho partido. Se hacía eterno, aún quedaba más de 40 minutos, y ya se notaba que Cúper aguantaba el empate…como en la final. Aunque es verdad que ahora era por imperativo físico, estábamos fundidos y no quedaba otra.
El Barça se lanzó a por el tercero, pero, entre sus carencias atacantes, confiados solo en Rivaldo, bien marcado por Albelda y Baraja, eran infructuosas sus oportunidades cara a puerta. A falta de tabaco, ya empecé con las uñas, los nervios campaban a diestro y siniestro a mi alrededor, ya rozábamos el descuento y cada vez estaba más cerca el final, parecía que lo íbamos a conseguir, pero éramos un equipo maldecido a quedarse a las puertas del objetivo, y no hay piedad para los condenados.
El enésimo centro al área buscando a Rivaldo, minuto 90, Baraja casi lo toca de cabeza antes de llegar al brasileño, que controla con el pecho al borde del área, y se proyecta hacia atrás de chilena, pegándole de zurda, saliendo el balón en una parábola imposible para Cañizares. Un golazo. 3-2, el desastre. O el paroxismo colectivo de todo el estadio. Y digo bien, porque esa histeria llego también al palco. Ese hooligan metido a presidente, Gaspart, saltó como un poseso, celebrando cual loco, al lado del presidente del València y las autoridades. Més que un club dicen…eso no es señorío, eso no lo hubiera hecho un señor del fútbol como Casaus. Pero bueno, que lo disfrute.
Cabizbajos, derrotados, condenados, así salieron los valencianistas, jugadores y aficionados, del estadio. Olía a cambio de ciclo, a final de una época. Y así nos parecía a todos. Pero una de las características fundacionales de este club es la voluntad de querer llegar, el reformulado como soñar que no tenemos techo. Y así se hizo realidad, en menos de un año, el año de Benítez, el año del brazalete de Cañizares y Albelda, de Baraja en plan Forment, Carboni siendo amo y señor de la banda izquierda, del vamos Pablito Aimar, que las glorias volverán, de la quinta liga del València, la primera en color. Una liga después de 31 años.
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