Chema Martín
En mi casa, el dogma era el Madrid y quienes eran mejores que el Madrid. El Madrid de la Quinta del Buitre era incuestionable, casi tanto como el Milan de Sacchi. Cuando en aquel fatídico partido en San Siro, al tercer gol, el niño que ahora escribe dijo “papá, apaga la tele mejor” y su papá le miró serio y le replicó “si alguien es mejor que tú, lo reconoces, lo disfrutas y punto”. El dogma era el Madrid y quienes eran mejores que el Madrid. Fuese el Milan, fuese el Barça o fuese quien fuese. Pero además del dogma, en mi casa había apóstoles y ahí entraban las patrias chicas. Mi padre se crió en Mieres y el Caudal y el Sporting de Gijón mandaban en su corazón. Y yo, como era valenciano y de cerca del Cabanyal, era discípulo emocional del Levante. Y eso se respetaba. Salvo, claro, que el Sporting visitase Valencia. Ahí era la guerra.
Recuerdo a Cuéllar amargarle la noche a mi padre en los compases finales de un partido. Recuerdo duelos en segunda con un Levante que era el gallito de la competición. Recuerdo que la simpatía que mi padre tenía por lo granota y su tierra de adopción se desvanecía durante 90 minutos y un par de días de prórroga si su equipo perdía.
Pero sobre todo recuerdo ir al estadio, ya sin él, después de que se nos fuera. Recuerdo a sus amigos de infancia, la Peña Cundi, acogiendo a un levantinista más en la grada. Recuerdo sentir a mi padre al lado gracias a sus amigos. Y recuerdo sentir, cuando la afición levantinista y sportinguista aplaudían en mitad del partido al extender una gran pancarta con la cara de Manolo Preciado, a mi padre al lado de ese entrañable bigotón, sonriendo ante el precioso detalle.

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