Enrique Ballester
En diciembre de 2018 tuve la suerte de presentar un par de veces ‘Barraca y tangana’, mi primer recopilatorio de columnas futboleras, junto a Carlos y Miquel, que a su vez habían publicado ‘Odio el fútbol moderno’. La primera fue en la Casa València de Barcelona, donde Jacinto Elá también participaba. Explicó Jacinto que con 14 años lo nombraron mejor jugador del mundo. Yo con 14 años bastante tenía con no cagarme encima.
Yo con 14 años estaba a punto de fundar una peña del Club Deportivo Castellón, un equipo de esos con mejor pasado que presente, uno de esos que cruzaron en Primera el paso de los ochenta a los noventa, uno de esos con algún episodio histórico, glorioso y mitificado, uno de esos que luego quedaron a contrapié cuando llegó la ley Bosman, el dinero de la tele y los nuevos tiempos. Yo con 14 años lo flipaba también con lo que contaba el Don Balón de las ligas europeas, con la musicalidad de los nombres de fuera: Steve McManaman, Matthew Le Tissier, Robbie Fowler o el que fuera. Yo con 14 años tenía una cartulina en la pared de mi cuarto, donde cada noche antes de dormir tachaba con un rotulador los días que faltaban para el Mundial de Francia. Yo con 14 años no sabía en lo que me estaba convirtiendo, pero ahora lo veo. Yo con 14 años tenía todas las papeletas, quiero decir, para décadas después abrazar esa causa llamada Odio el fútbol moderno.
Que ahora pensemos eso, que lo de antes era mejor, solo quiere decir una cosa, advierto. Que nos hemos hecho viejos. Que lo que echamos de menos no es tanto aquel fútbol, sino lo que nosotros éramos. Echamos de menos ser jóvenes, ir al instituto, ser casi niños. Echamos de menos la ausencia de responsabilidades, las maratones de PC Fútbol, jugar en un equipo. Las primeras borracheras, los primeros viajes, los primeros besos. Echamos de menos tener un porvenir, poder pensar qué queremos ser de mayores. Echamos de menos todo lo que ya no volverá y lo vinculamos a nuestro fútbol y nuestro equipo. Es algo natural, es solamente eso y no pasa nada, ocurre desde que existe el ser humano y seguirá ocurriendo lo mismo en cualquier rincón del universo. Lo que yo pienso del fútbol de ahora es lo que pensaba mi padre del Mundial de Estados Unidos, y lo que pensará dentro de unas cuantas décadas mi hijo.
Lo que importa, considero, y más después de la larga travesía con mi equipo por el infrafútbol, es disfrutar del camino, con el botón de la activación del odio a mano. No es tanto cambiar el fútbol como que el fútbol no nos cambie a nosotros primero. El odio puede ser bonito, bien canalizado, para el presente y el pasado. Porque todo lo que podemos y debemos odiar del fútbol moderno, que no es poco, no debería conllevar un blanqueo del pasado. Odiemos también el fútbol antiguo. Odiemos aquel machismo, aquella violencia, aquel racismo. Odiemos los presidentes caciques. Odiemos el dopaje, los sobornos y los amaños. Odiemos el fútbol sin olvidar lo bien que lo pasamos. Odiemos este momento sabiendo que un día también lo echaremos de menos.
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