Abrir un cajón y encontrar un cromo, la perfecta silueta de un arquero atrapando un balón en estirada, sobre el barro, junto a un poste con la base pintada de negro, como eran antes las porterías, y como fueron las áreas chicas en los tiempos de Vitaller, cuando no crecía hierba a tres metros del cielo, el gol. Levantar las hojas de un álbum de los ochenta que todavía huele a cartón y pegamento y observar cartones como el de Rafa Paz, Marina, Capó o Fernando Gómez Colomer… así como las greñas de Kempes, los rizos de Mágico o la permanente de Megido. Quedarte pasmado y pensar en si los tiempos del vello eran más bellos que los de la laca: Juan José, “Siete Pulmones” Mesa, Carmelo, Arteche, Migueli, Calderé… ¿ya no hay bigotes en el fútbol actual? ¿Es que no quedan jugadores de casta y carisma? ¿Nadie quiso imitar el pundonor del Tato Abadía?¿Por qué?
Quizás la nostalgia no sea más que una rata que roe los cerebros hasta que ya no quede nada más que la vejez, pero sinceramente no veo a la gente motivada más allá de que su equipo gane el domingo y ya está, la deshonrada vergüenza de mirar una app en tu móvil para ver como han quedado los tuyos. Apretar el puño si ganan, maldecirlos si pierden, y seguir con lo que estabas haciendo, porque ya te has perdido en el sentido de la competición que se esté jugando. Atrás quedaron los años de quedarte delante del televisor sin pestañear preparado para no perderte el próximo gol del teletexto. Buscando el empate, rezando la aparición del 1 o del 2 hasta que llegara ese gol intermitente que te devolviera el plato de la cena a la mesa. Aquellas tardes de transistor, las taquicárdicas quinielas de antaño y los goles que no se anulaban pasados tres minutos. Atrás quedaron los años de los campos abarrotados en domingo (no solo los de primera, también los de segunda o los de tercera), atrás quedaron los tiempos de los manguerazos, de no segar la hierba ante la visita de un grande y de las encerronas. Aquellos estadios con nombre de estadios en la época en que existía el factor cancha. Los tiempos de un fútbol quizás imperfecto jugado entre calvas y barrizales.
En las gradas del norte rulaban botas de vino y pacharanes, las del Mediterráneo olían a anís, en los campos más canallas se cubrían de “sol y sombra” y al sonido de bombos las gradas de cemento se llenaban de papeles al aire y a veces de humo. La afición era feliz, en sus gradas efervescentes que hacían levantar el trasero de las viejas almohadillas que después se lanzaban al campo como motivo de protesta, quizá por un mal arbitraje en la época en que se pitaba vestido de cuervo y no de ciclista. Los córners siempre se veían de pie, y podían saltar cervezas por los aires si la pelota entraba, y si no. Un fútbol imperfecto sí, aquel de cuando los futbolistas salían al campo a jugar y no a ganar dinero, si caían se levantaban, si marcaban se abrazaban con sus compañeros, y con las medias bajadas terminaban los partidos empapando sus camisetas de sudor y pasión, despeinados. Eramos felices contemplando el derroche de aquellos valientes, que no tenían más consigna que luchar cada balón y dejar algún detalle a una grada que después reconocería su aporte.
Y hoy tenemos un fútbol adhesivo de usar y tirar, de desmemoria, que hipnotiza al aficionado y lo hace consumidor y cliente de un producto totalmente subido de precio. La mercantilización y la elitización de un deporte que de manera natural llegó a conquistar el corazón de todo el mundo precisamente por su sencillez: dos porterías y un balón, poco más. Hoy es otra cosa, un circo rocambolesco lleno de actores y payasos, de domadores de masas y de sacadineros. El aficionado sucumbe y claudica, acepta las mil y una aberraciones por parte de un consumismo exacerbado y consentido. Inevitable dicen algunos que pasara lo que era muy evitable. Un fútbol manchado de corrupción y que hace apología de la ley del más fuerte, del “pisa antes de que te pisen” o del “todo vale”.
Muchos ya nos bajamos del carro hace bastante, cuando el caucho desplazó el aroma de la hierba mojada, cuando instalaron peluquerías dentro de los vestuarios, cuando nuestros héroes dejaron de ser fieles, y cuando convirtieron al aficionado en un elemento postizo. Quizá tenga una rata mordiendo mi cráneo bajo el lema “odio eterno”, pero sin duda me quedo con los tiempos del no pasa nada si tengo a Ablanedo, o a Arconada, o a Conejo, o ese cromo de Vitaller atajando el último balón a bocajarro, y con él el último suspiro, el silencio, y el paso al esperpento, la nada.

Pues hemos cogido varias imágenes un cromo de Vitaller y otro de Megido y con Splinter y el cohete de Tintín nos ha salido este fabuloso collage.
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