Nacho Borrell
Cuando pienso en mis primeros recuerdos futbolísticos, me retraigo a la temporada 96-97. Se acercaba por entonces el milenio, y todo parecía estar a punto de cambiar. Algunos profetizaban que el mundo se iba a acabar o que todos los aparatos electrónicos se estropearían, otros, preveían un nuevo siglo de grandes transformaciones sociales y económicas. La sustitución de la peseta por la nueva moneda única europea empezaba a ser una cercana y palpable realidad. El futuro nos pisaba los talones, y en España las cosas también parecían cambiar. El Atlético de Madrid del polémico cacique marbellí Jesus Gil y Gil había acabado el año anterior con el sempiterno dominio del binomio culé-merengue, ganando su famoso doblete.
En esas andaba el mundo cuando mi querido Espanyol no pasaba por un gran momento. Superados los dos tercios de liga, iba antepenúltimo y ya había pasado por la picota a un par de entrenadores, cuando decidió apostar por Paco Flores. El nuevo mister, un hombre de la casa, representaba la imagen contraria del prototipo de entrenador estrella, tan de boga en esta época actual: Brillante, glamuroso, guapo, intelectual… Paco Flores era en cambio un tipo bajito, calvo, feo, barrigudo, con gafas, y nombre de verdulero. Una especie de versión madura de Manolito Gafotas. Parecía que te lo podías encontrar cualquier mañana vendiéndote el Marca en el quiosco de la plaza. No era desde luego un filósofo, un revolucionario capaz de inventar nuevas ideas, ni siquiera era probablemente un hombre de grandes conocimientos tácticos. Pero tenía olfato. Había mamado futbol de barrio toda su vida, y tenía instinto para detectar jugadores con potencial. Y desde luego, entendía al Espanyol. Llevaba media vida entrenando en sus categorías inferiores, y rápidamente demostró que sabía encontrar el antídoto adecuado a sus dolencias.
El 23 de Marzo de 1997 jugaba el equipo perico un fundamental encuentro en campo del Hércules, rival directo en la lucha por la salvación, y Paco Flores había decidido convocar a un chaval de 19 años de Santa Coloma que por esas épocas se hinchaba a meter goles con el B. El partido llego con empate a 1 a mitad de la segunda. Fue entonces cuando el míster perico dió la oportunidad al flacucho juvenil, apodado Raúl Tamudo. Más de uno debió pensar que un partido tan importante y de tanta tensión no parecía el adecuado para hacer debutar a un crío de manso y cándido aspecto. Pero Paco Flores sabía lo que hacía. Diez minutos después de entrar al verde, Tamudo tiró un desmarque rompiendo la línea defensiva rival, recibió el balón largo y, en el vértice izquierdo del área y ante la salida del guardameta local, ese momento en el que cualquiera se pondría nervioso, se sacó una parábola magistral y a la jaula.
No necesitó mucho tiempo Tamudo para asentarse en el equipo. Tras un par de cesiones fuera, volvió al primer equipo y demostró rapidamente sus cualidades y su olfato de gol. No era el más fuerte, tampoco el más rápido, ni el más alto, ni el que mejor regateaba. Pero no sabías cómo, Tamudo siempre andaba por ahí, merodeando el área, olfateando la bola cual galgo a un conejo, apareciendo cuando nadie lo esperaba, y hinchándose a goles. Si hay un gol que represente el espíritu de Tamudo, sin duda, es el mítico tanto de la final de Copa del Rey del 2000. El Espanyol, aún dirigido por su mentor Paco Flores, tenía la opción de levantar un título por primera vez en más de 60 años. Enfrente, el recién descendido Atlético de Madrid. A los dos minutos de partido, el ex-guardameta perico Toni, entonces en las filas colchoneras, detiene un centro. Con el esférico controlado entre sus manos, realiza su habitual tic: Botar el balón en el suelo un par de veces antes de sacar de puerta. Lo hace una primera vez y se dispone a hacerlo de nuevo. Tamudo, que conocía los hábitos de su ex-compañero, lee la jugada enseguida. Se sitúa disimuladamene tras el guardameta, que parece no haber advertido su presencia. Toni bota una segunda vez el balón al suelo, y antes de amarrarlo de nuevo aparece sorpresivamente la testa de Tamudo. Se lleva el balon, sienta con un sutil quiebro a Toni cuando este trata de reaccionar, y la manda al fondo de las mallas. “Murri, murri, murri” repite una y otra vez el locutor de Catalunya Radio. Nadie había marcado nunca antes un gol así. El Espanyol ganó 2 a 1 y levantó su tercera Copa del Rey.
Así era Tamudo, ese tipo que siempre aparecía en los partidos importantes. ¿Quieren más ejemplos? Seis años más tarde volvió el Espanyol a jugar una final de Copa del Rey, esta vez frente al Zaragoza. De nuevo, a los dos minutos de partido, Tamudo aprovechó un rechace en el área maña para meter la cabeza y anotar el primero. El espanyol acabó ganando por 4 a 1. Dos finales de copa jugadas, dos goles a los dos minutos, y dos títulos para casa.
A punto estuvo en el año 2000 de romper mi corazón y el de todos los pericos cuando el Glasgow de Rangers decidió pagar 3.000 millones de pelas por él. Un auténtico dineral para la época. La directiva blanquiazul, conocida por su habitual facilidad para dejarse engatusar por los papelitos verdes, no dudó en aceptar y así con ello seguir pagando parte de las millonarias deudas que había ido creando el club en los locos años 90, cómo ya habían hecho tras la traumática venta de Sarrià. Tamudo, que se quería quedar, aceptó irse por amor y compromiso hacia el club. Se fue del aeropuerto del Prat entre lágrimas. Las mismas que me cayeron a mi de impotencia, cuando me enteré de la traición de los cuatro idiotas que habían decidido vender a nuestro buque insignia, a mi héroe, para cubrir su negligente gestión. Por una de esas suertudas carambolas del destino, algún escocés inútil que se hacía llamar médico deportivo y que debía saber de dicha ciencia lo que yo de física cuántica, desaconsejó su fichaje por un supuesto problema de rodilla. No pasó el reconocimiento médico, el fichaje se frustró y Tamudo volvió.
A partir de ahí, se convirtió en amo y señor de la delantera perica. Tamudo y 10 más. Todos atrás, balones a Tamudo, y que él se pelee con toda la defensa rival para meterla. Le pusieron luego a De la Peña para que le diera bolas al espacio, y se formó una sociedad mágica que nos regaló a los pericos grandes tardes en Montjuïc. Gracias a dios, pues las excursiones a la montaña mágica de la ciudad condal, en un estadio frío y abierto a las inclUn héroe de barrio
Cuando pienso en mis primeros recuerdos futbolísticos, me retraigo a la temporada 96-97. Se acercaba por entonces el milenio, y todo parecía estar a punto de cambiar. Algunos profetizaban que el mundo se iba a acabar o que todos los aparatos electrónicos se estropearían, otros, preveían un nuevo siglo de grandes transformaciones sociales y económicas. La sustitución de la peseta por la nueva moneda única europea empezaba a ser una cercana y palpable realidad. El futuro nos pisaba los talones, y en España las cosas también parecían cambiar. El Atlético de Madrid del polémico cacique marbellí Jesus Gil y Gil había acabado el año anterior con el sempiterno dominio del binomio culé-merengue, ganando su famoso doblete.
En esas andaba el mundo cuando mi querido Espanyol no pasaba por un gran momento. Superados los dos tercios de liga, iba antepenúltimo y ya había pasado por la picota a un par de entrenadores, cuando decidió apostar por Paco Flores. El nuevo mister, un hombre de la casa, representaba la imagen contraria del prototipo de entrenador estrella, tan de boga en esta época actual: Brillante, glamuroso, guapo, intelectual… Paco Flores era en cambio un tipo bajito, calvo, feo, barrigudo, con gafas, y nombre de verdulero. Una especie de versión madura de Manolito Gafotas. Parecía que te lo podías encontrar cualquier mañana vendiéndote el Marca en el quiosco de la plaza. No era desde luego un filósofo, un revolucionario capaz de inventar nuevas ideas, ni siquiera era probablemente un hombre de grandes conocimientos tácticos. Pero tenía olfato. Había mamado futbol de barrio toda su vida, y tenía instinto para detectar jugadores con potencial. Y desde luego, entendía al Espanyol. Llevaba media vida entrenando en sus categorías inferiores, y rápidamente demostró que sabía encontrar el antídoto adecuado a sus dolencias.
El 23 de Marzo de 1997 jugaba el equipo perico un fundamental encuentro en campo del Hércules, rival directo en la lucha por la salvación, y Paco Flores había decidido convocar a un chaval de 19 años de Santa Coloma que por esas épocas se hinchaba a meter goles con el B. El partido llego con empate a 1 a mitad de la segunda. Fue entonces cuando el míster perico dió la oportunidad al flacucho juvenil, apodado Raúl Tamudo. Más de uno debió pensar que un partido tan importante y de tanta tensión no parecía el adecuado para hacer debutar a un crío de manso y cándido aspecto. Pero Paco Flores sabía lo que hacía. Diez minutos después de entrar al verde, Tamudo tiró un desmarque rompiendo la línea defensiva rival, recibió el balón largo y, en el vértice izquierdo del área y ante la salida del guardameta local, ese momento en el que cualquiera se pondría nervioso, se sacó una parábola magistral y a la jaula.
No necesitó mucho tiempo Tamudo para asentarse en el equipo. Tras un par de cesiones fuera, volvió al primer equipo y demostró rapidamente sus cualidades y su olfato de gol. No era el más fuerte, tampoco el más rápido, ni el más alto, ni el que mejor regateaba. Pero no sabías cómo, Tamudo siempre andaba por ahí, merodeando el área, olfateando la bola cual galgo a un conejo, apareciendo cuando nadie lo esperaba, y hinchándose a goles. Si hay un gol que represente el espíritu de Tamudo, sin duda, es el mítico tanto de la final de Copa del Rey del 2000. El Espanyol, aún dirigido por su mentor Paco Flores, tenía la opción de levantar un título por primera vez en más de 60 años. Enfrente, el recién descendido Atlético de Madrid. A los dos minutos de partido, el ex-guardameta perico Toni, entonces en las filas colchoneras, detiene un centro. Con el esférico controlado entre sus manos, realiza su habitual tic: Botar el balón en el suelo un par de veces antes de sacar de puerta. Lo hace una primera vez y se dispone a hacerlo de nuevo. Tamudo, que conocía los hábitos de su ex-compañero, lee la jugada enseguida. Se sitúa disimuladamene tras el guardameta, que parece no haber advertido su presencia. Toni bota una segunda vez el balón al suelo, y antes de amarrarlo de nuevo aparece sorpresivamente la testa de Tamudo. Se lleva el balon, sienta con un sutil quiebro a Toni cuando este trata de reaccionar, y la manda al fondo de las mallas. “Murri, murri, murri” repite una y otra vez el locutor de Catalunya Radio. Nadie había marcado nunca antes un gol así. El espanyol ganó 2 a 1 y levantó su tercera Copa del Reyemencias del tiempo, no tenían muchos más alicientes que ver a la susodicha sociedad.
Se fue haciendo mayor el delantero perico y acabó mal con la directiva, yéndose por la puerta de atrás en un final que no merecía. Aún le dió el fútbol para golear un par o tres de temporadas en Donosti y Vallecas, dónde por cierto salvó al Rayo del descenso en el descuento, y para convertirse en el máximo goleador perico de la historia, máximo goleador catalán de la historia de La Liga, y vigésimo máximo anotador histórico de la competición nacional. Nada mal para un humilde chico de barrio que nunca jugó en ningún grande.
Se puede el lector imaginar lo que para un niño de mi edad representaba Raul Tamudo. Era el héroe. El símbolo. La leyenda. Humilde, de barrio, de la pedrera, listo, murri, con instinto asesino, y más perico que nadie. Representaba todo aquello por lo cual yo era del Espanyol. Por muchos años que pasen, y por muchos jugadores que vea jugar, en mi corazón, cómo sucede con el primer amor, él será siempre mi delantero. Sencillamente, ocupa el irremplazable lugar de ídolo de mi infancia, esa época mágica, tierna y nostálgica cuyos recuerdos se vuelven cada vez más preciados a medida que envejecemos.
El futbol de hoy en día, con alguna pequeña excepción, ha destruido este tipo de vínculos. En cada ventana de traspasos se cambia media plantilla. Los jugadores entran y salen de los equipos manipulados por oscuros representantes y grupos financieros, más interesados en llenarse los bolsillos con comisiones que en procurar el bienestar de nadie, y la afición, acostumbrada ya a estos vaivenes, no sabe a quién identificar cómo su héroe. Y yo pienso en todos los niños de ahora que viven el futbol con la pasión y el romanticismo que lo viví yo en mi infancia, desprovistos muchos de ellos de la figura que la marcó para siempre, y no puedo más que sentir una nostálgica pena al pensar que ese bonito vínculo parezca haber pasado a la historia.
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