Vicente Tongo Procura

Martin Davico

A finales de los años 80 Pueblo General Belgrano todavía quedaba lejos de Gualeguaychú. En aquel entonces, apenas si había algún alumbrado público, gran parte de sus barrios actuales eran montes de carquejas y espinillos, y cuando había lluvias prolongadas las calles se convertían en un lodazal. Destacaban algunos chalets de fin de semana con tejas y ladrillos a la vista, pero la mayoría de las casas de los pobladores permanentes, eran viviendas humildes y en muchos casos construidas por sus propias manos.

  Los niños que allí vivían se educaban en la escuela Tabaré , conocida por los locales como la ‘escuela de lata’, o en la que está en la curva de Fiorotto, la Escuela 20 de Junio. Además de acudir a esos centros educativos, la única actividad extra escolar que nucleaba a los chicos del pueblo era jugar al fútbol y la brindaba el Club Atlético Cerro Porteño. Se practicaba en la cancha que estaba en el predio que hoy ocupa la comisaría, el centro de salud y los bomberos voluntarios.

 A pesar de vivir en Gualeguaychú, yo pasaba los días en Pueblo Belgrano con mi padre que se había mudado a aquel desconocido lugar. No recuerdo cómo fue, pero sin saber que se trataba de un entrenamiento, una tarde terminé jugando un picado con los chicos del pueblo. Había un hombre que a duras penas ordenaba el juego con un silbato que apenas sonaba. Era alto y canoso, de manos y pies enormes, que vestía un viejo jean, calzaba alpargatas negras y se abrigaba con un pulovercito gastado.

 Los martes y jueves por la tarde, yo me sumaba a aquellos picados siempre ignorando que se trataba de un entrenamiento. Al cabo de unas semanas, un domingo, vi a todos los chicos con los que jugaba vestidos con una camiseta azulgrana listos para disputar un partido contra otro equipo. Me acerqué, pregunté  y me dijeron que eran un club que se llamaba Cerro Porteño.

 Desde aquel día, seguí yendo a jugar sabiendo que aquello era en un club de fútbol. El único hombre que siempre estaba tratando de enseñarnos algo era ese hombre alto de dimensiones extraordinarias, según era mi criterio. Ese señor era Vicente Tongo Procura.

 Procura llegaba desde Gualeguaychú en bicicleta con tres o cuatro chicos de evidente condición humilde. Traía una pelota, que era la única que teníamos para entrenar, de color marrón, brillante, dura y pesada. Un objeto contundente que producía grandes dudas a la hora de cabecearlo.

 Las únicas veces que se dirigía a mí, era para decirme “Pare la pelota, levante la cabeza y toque rápido. Y además aprenda a correr”.

 Una vez, ya siendo yo jugador oficial de las infantiles de Cerro, con algunos compañeros de equipo, pasamos por su precaria casa. El suelo del salón era de ladrillos o de tierra . Había restos de paja desperdigados por todos los rincones. Ese día supe que vivía prácticamente en la pobreza y que se dedicaba a fabricar o a reparar sillas.

 Pasaron un par de años y, en plena fiebre por el Mundial de Italia, el más apasionante de todos, Tongo Procura, acompañado por su soledad, empezó a cavar pozos, enterrar postes y a alambrar la cancha  en la que entrenábamos. Su trabajo iba a permitirnos jugar partidos oficiales como locales. La hizo él solo, con la ocasional ayuda de alguno de nuestros padres.

 Evidentemente no lo movía ningún interés material. Probablemente le apasionaba el fútbol y  estaba más allá de cualquier deseo mundano. A lo mejor en su fuero íntimo había razones más elevadas: sacar a algún chico de la perdición o transmitirnos algún tipo de disciplina.

 A los catorce años dejé de jugar al fútbol y nunca más vi a Tongo. Varios años pasaron, no sé cuántos, y un día me enteré que había muerto. Y mucho, pero mucho tiempo después, hablando por teléfono con mi padre, me contó que Cerro Porteño había construido su propio estadio y que lo habían bautizado Estadio Vicente Tongo Procura. Me pareció de lo más justo y la noticia me dio optimismo y le echó luz a mi típico, vulgar y trillado escepticismo argento.

 En estos días, más de treinta años después (¡Sí, treinta años!) pasé por el  nuevo estadio y vi el cartel con el nombre de Vicente ¿Qué tipo de pasión lo movía para que cavara pozos en soledad o se rompiera la espalda marcando las líneas con una brocha con cal?

 Y frente a la cancha, me di cuenta que es a esta clase de personas a las que tendríamos que admirar, y por las que nosotros, cada vez más inmóviles, perezosos e indiferentes, deberíamos sacarnos el sombrero.