Ignacio Bonell Señor
Cuando no era más que un chiquillo que no podía pensar en otra cosa que dar patadas a un balón, el
futbol era un deporte muy diferente al que se ha convertido hoy en día. Corría el nuevo milenio, y en
aquellos tiempos era poco frecuente ver a muchos jugadores de otras nacionalidades en los equipos
titulares de los clubes españoles. Tampoco había apenas españoles que se animaran a dar el salto a
otras ligas europeas. En una época dónde no existía ni Youtube ni redes sociales, el acceso a la
información sobre futbol internacional era mucho más complicada. La Champions League se
convertía en el principal y casi único acontecimiento que nos permitía a los aficionados ver jugar a
leyendas del futbol cómo Nedved, Del Piero, Oliver Khan, Batistuta, Beckham, Rui Costa, Maldini…, y
las eliminatorias contra equipos españoles, la oportunidad de ver jugar en directo a otros equipos
europeos.
Es por ello que yo siempre rezaba para que quedaran emparejados con un equipo en particular: El
Arsenal. Para entonces, el equipo de Wenger se había convertido en mi escuadra internacional
favorita. No sólo por la elegancia de Dennis Bergkamp, al que recuerdo haciendo diabluras en Francia
98, o la clase de Thierry Henry, capaz de bailar a toda la defensa con su inconfundible estilo técnico y
físico, sino principalmente por Highbury Park.
Me alucinaba ver partidos en ese estadio: Pequeño, con gradas bajas, y pegado a ras de césped. No
era un campo de grandes pretensiones, pero creaba una atmósfera única en la que se respiraba
fútbol, en el que se podía palpar la pasión de los aficionados apoyando incondicionalmente a su
equipo. Una época en la que no se necesitaban cincuenta cámaras para poder transmitir la esencia
de este maravilloso deporte. En la que los campos tenían personalidad, y en la que sus nombres
venían simplemente determinados por su ubicación geográfica, y no por la multinacional que más
pasta soltara.
Cuánto disfrute de aquellos memorables partidos del Arsenal en Highbury, y cuánto me apenó su
destrucción, allí por el año 2005. En su lugar, construyeron el Emirates Stadium. Enorme, luminoso,
espectacular… pero incapaz de transmitirme ni un ápice de la mágica atmósfera del viejo Highbury.
Los estadios modernos destruyen la pasión que une a jugadores y afición. Crean campos
pretenciosos, que quedan muy bonitos en televisión, que encajan a la perfección con sus cámaras
vista de pájaro, y con sus mosaicos artificiales de colores que iluminan sus exteriores. Puro
espectáculo, pura estética, pura fachada. Todos iguales. Porque eso es lo que le interesa al futbol
moderno y al capital: Planos televisivos perfectos para vender su producto, a cambio de destruir lo
más sagrado del espíritu del futbol: La conexión entre hincha y equipo.
Por mi parte, se pueden meter sus Emirates, Wanda, Nuevo San Mamés o Nuevo White Harte Lane
por dónde les quepa. Yo me quedo con la sencillez de aquellos estadios simples y humildes, pero cercanos y humanos. Que tenían personalidad propia y creaban la atmósfera de pasión amenazada
por el negocio del pan y el circo.

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